No vivimos en un mundo ideal. Vivimos con prisa, con ansiedad, con el móvil pegado a la mano y el paladar anestesiado de tanto azúcar. Y en medio de todo ese ruido, seguimos preguntándonos por qué comemos sin tener hambre, por qué sentimos cansancio después de comer o por qué tenemos antojos justo cuando más estresados estamos.
Una balanza interna fuera de control
El exceso de azúcar y el estrés afectan al hipotálamo, provocando hambre constante y alterando la señal de saciedad
Boticaria García lo explica en Y ahora Sonsoles sin rodeos: la clave está en el hipotálamo, esa pequeña estructura en el centro del cerebro que regula, entre otras cosas, el hambre, la saciedad y el estado de ánimo. Si ese centro se descontrola, todo lo demás cae como fichas de dominó.
“Vivimos estresados, pasados de azúcar y con el hipotálamo descontrolado”, resume, señalando un cóctel explosivo en el que el exceso de azúcar y el estrés crónico se retroalimentan y descompensan por completo las señales internas del cuerpo. Un desequilibrio que afecta a millones de personas sin que muchas sean conscientes de lo que realmente está ocurriendo por dentro.

El cuerpo estresado no pide nutrientes: pide azúcar. Y en ese bucle, el equilibrio hormonal se rompe
Cuando comemos, el estómago libera una serie de hormonas que avisan al cerebro: “es hora de comer”. El sistema funciona... si le damos espacio para funcionar. Pero si comemos mientras revisamos el móvil o seguimos contestando correos, esa señal simplemente no se envía. “Nuestro cerebro no procesa que estamos comiendo”, advierte. Y sin esa señal, el sistema no registra el acto, no percibe el alimento, no activa la saciedad. Seguimos comiendo porque no hemos comido del todo.
El otro gran enemigo es el azúcar. Si el nivel de glucosa se eleva constantemente, el cerebro entra en bucle: pide más, y más, y más. A eso se suma un problema mayor: la grasa acumulada en el cuerpo —especialmente la grasa visceral— bloquea las señales que deberían decir “hasta aquí”. Y así, se produce una paradoja que hoy afecta a buena parte de la población: se come más, pero el cuerpo nunca se siente realmente satisfecho.
No se trata de comer menos, sino de entender por qué comemos como lo hacemos cuando el cuerpo y el cerebro van por caminos distintos”
Pero no es solo el azúcar. Entra en juego el cortisol, la hormona del estrés. Y cuando se activa, la biología emocional toma el mando. “El cortisol hace que tengamos más ganas de comer azúcar. Aumenta las hormonas del hambre y reduce las de la saciedad”. Es decir, cuanto más estresados estamos, más vulnerables somos a comer lo que no necesitamos.
Y no, no se trata solo de tener fuerza de voluntad. Se trata de conocer cómo funciona el cuerpo y qué podemos hacer para no caer en ese ciclo. Una de las herramientas que propone Boticaria es sencilla, pero efectiva: preguntarle al hambre de dónde viene. “Podemos hacerle una entrevista a nuestro hambre. ¿Es hambre real o es hambre de estrés?”.
Si es lo segundo, la solución no es comer. Es regular el estrés. Y eso —aunque suene a cliché— no siempre requiere grandes cambios. A veces basta con levantarse cada hora y moverse un poco, con sustituir un desayuno cargado de azúcar por otro más neutro, con tener una conversación agradable, escuchar música o dedicar un rato al aprendizaje. Todo eso también genera dopamina, pero de la buena, la que no pasa factura después. “Aprender también genera dopamina de la buena. Eso sí. Aprender siempre”, dijo con convicción, como quien tiene claro que la clave no está solo en la comida, sino en cómo alimentamos el cerebro.
Al final, lo que propone no es una dieta ni un consejo aislado, sino una forma de entender por qué a veces sentimos que el cuerpo va por un lado y la cabeza por otro. Porque tal vez, si dejamos de castigarnos por lo que comemos y empezamos a entender por qué lo hacemos, podamos recuperar eso que parece tan difícil: el equilibrio.